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El Corpus Madrileño en el siglo de oro: Religión y puro teatro.

By 03/06/2021 No Comments

La procesión convertía la ciudad en un espacio sacralizado.

Aunque parece ser que el recorrido se modificó en varias ocasiones, comenzaba en la iglesia de Santa María para por la calle Mayor dirigirse a la Plaza Mayor, salir por el portal de la calle Toledo y por Latoneros llegar a la plaza de Puerta Cerrada. De aquí se encaminaba hacia San Justo para meterse por la Plaza del Cordón y alcanzando la calle de Platerías y regresar por ella a Santa María.

Duraba en total unas seis horas, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde.

Fue una de las fiestas más señaladas dentro del calendario litúrgico, la festividad contrareformista por excelencia.

Fue el papa Urbano IV el que instituyó la fiesta del Corpus Christi, mediante la proclamación de una bula en 1264. Sabemos que, en Toledo, el castellano monarca Alfonso X el Sabio participó en su celebración en el año de 1280.

Madrid se convierte en capital de España en 1561 y la presencia en ella de la Corte, hace que, el Corpus, tenga un empaque mayor que en el resto de las ciudades españolas; así pues, la procesión, se convertirá en el vehículo por excelencia de expresión de la cultura barroca. La ciudad se convertía en un auténtico escenario teatral, donde convergían lo religioso con lo pagano.

La celebración de este culto, en realidad, comenzaba el día anterior.

La comitiva, presidida por el sacristán con vara de palio en mano y dos monaguillos, que, tocando unas campanitas, llamaban al pueblo a decorar casas y calles, indicaba a su paso, cuál sería el trayecto y donde se instalarían los altares. Un extraño personaje, llamado “mojigón” vestido con una botarga (traje colorido con grandes botones) llevaba un palo del que colgaban vejigas de carnero con las que golpeaba a la gente e iba acompañado de hombres vestidos de moros y mujeres vestidas de ángeles. Al frente del grupo, San Miguel, que, al finalizar el itinerario y después de luchar contra moros y diablos, decapitaba un monigote.

Madrid se transformaba completamente durante estas celebraciones; el suelo con arena y flores y las calles cubiertas con toldos azules y blancos, protegiendo al cortejo y a los espectadores; mientras que los balcones se engalanaban con tapices, brocados, colgaduras y banderas… cada elemento que formaba parte de la parafernalia de la fiesta, poseía múltiples niveles de significación, y se encaminaba a distraer al pueblo de las miserias que le agobiaban, y a mantener y justificar el orden establecido.

Los hombres vestían con traje de verano, las mujeres estrenan vestidos tocadas con matillas. Llevaban cestos con flores para arrojar al Santísimo Sacramento. El rey salía de Palacio acompañado por el caballerizo mayor, el mayordomo mayor, el capitán de guardia y el gentil hombre de la cámara y era recibido en santa Maria de la Almudena, decorada para la ocasión por dentro y por fuera, con su escalinata cubierta con un palio. Terminada la misa, comenzaba la procesión.

La procesión, mantuvo una estructura fuertemente jerarquizada, en la que estaban representados, según su escalafón social, todos los estamentos. Asistía el rey, la alta nobleza, instituciones militares, religiosas y civiles. La reina y los infantes no solían participar; si esta pasaba por Palacio, (en alguna ocasión parece que así fue) la veían desde el balcón, y si no llegaba hasta el Alcázar, gustaban de verla desde la casa de los marqueses de Cañete. Más tarde, con el fallecimiento de estos, se decidieron por hacerlo desde la Casa de la Villa.

Se celebraban justas, corridas de toros, banquetes y se representaban autos sacramentales.

Se comían “bolas” (tortas empapadas en vino) y los enamorados regalaban “confites” dulces en forma de estrella a sus enamoradas.

La procesión iba encabezada por la “tarasca “seguida de los gigantones, vestidos con prendas de oro y seda, y la gigantilla, todos muñecos de gran tamaño. Ellos serán los precursores de los gigantes y cabezudos. Después, el cortejo propiamente dicho compuesto por órdenes religiosas, gremios, cofradías, consejos, y representación de todos los órganos del poder religioso y secular, entre los cuales se intercalaban los carros alegóricos y los grupos de danzantes y músicos. La custodia, que había permanecido velada por las cofradías, iba acompañada de un importante séquito musical, bajo palio sostenido por regidores y corregidores de la villa. Detrás iban los embajadores, los grandes de España, los nobles y cerrando el sequito, el rey y el nuncio escoltados por una compañía de guardias.

La “tarasca “era un animal fantástico, realizado en madera o cartón, con cabeza de serpiente o dragón, tremendas fauces y largo cuello que podía extenderse, llegando a los sombreros de los espectadores, como el demonio podía llegar a la cabeza de los hombres. Tenía un gran vientre y el cuerpo cubierto con escamas. Sobre ella, iba una mujer (llamada tarasca o tarasquilla) que simbolizada el triunfo del bien sobre el mal. Esta mujer era vestida por los mejores “diseñadores “de la época, ya que, después, tanto su traje como su peinado serian imitados por las mujeres de la corte.

Este símbolo del mal, del pecado, del vicio, fue siempre polémico. Felipe III limito su recorrido, pero su hijo, Felipe IV, rey festejante donde los haya, lo volvió a restaurar.

Comienza su decadencia en el siglo XVIII, los borbones no parece que tuvieran mucho interés en participar de su celebración.

Poco más tarde, Carlos III, en 1780, prohíbe las danzas y la tarasca por considerarla indecente. Poco a poco se va convirtiendo en una celebración más religiosa y menos popular perdiendo la mayor parte de su escenografía.

 

 

MARIA JESÚS ENCINAS

Nº de habilitación: 442